EL OJO DEL BÚHO
A lo largo de esos años había acarreado la jaula de rata del modo en que siempre se carga aquello que está en nosotros: sin conciencia. Sin embargo, recordaba que la jaula de mimbre delgado había nacido para Juan una noche que ahora la perturbaba, frente al armazón de varillas que tenía tres cúpulas y una puerta que se abría deslizándose hacia arriba y por la que solamente se podía pasar un pájaro pequeño, y eso si se lo apretujaba en el interior de la mano. Juan decidió que era un palacio para pájaros y lo dejó en su habitación, girando vacío frente a la ventana abierta por donde se colaba la brisa que lo balanceaba.
El dolor de muela había explotado el interior de su sueño en esquirlas de dolor que la despertaron ahogada bajo un cordón áspero que le ajustaba la cabeza entre el cuello y la nuca. Controló en el espejo el ojo derecho que le latía con fuerza, parecido al de siempre aunque encima de la mejilla enrojecida que se alzaba como el nuevo centro de su cara bajo la forma de un corazón de pupila llorosa. Apoyó el dedo con suavidad, el dolor menguado reaparecía cuando la ínfima presión abajo del ojo se hacía más ligera. Levantó el dedo. Iba al baño por los calmantes cuando distinguió la barrera de luz colándose entre las rendijas frente al cuarto de su hijo. Juan no era como su hermano menor, él vivía agobiado por los monstruos de los rincones y los habitantes de la oscuridad y en general ella prefería ignorar sus ojos abiertos, nocturnos, que vigilaban amenazas de patas múltiples y sonidos roncos. Se asomó para descubrir bajo las sábanas blancas el niño pálido y de respiración susurrante, parecido a una infección que palpitaba. “Tengo miedo, mamá”. Su mejor herramienta contra esos terrores infantiles era el arsenal de la lógica, pero esa noche el dolor de muela le había escaldado el entendimiento o algo del futuro se había abierto paso por la fisura del dolor y sin pensarlo, mareada en la pulsación de su mejilla, acercó la jaula a la cama del niño. En una ceremonia minuciosa, abrió y cerró la puerta para atrapar a los monstruos tras los barrotes del palacio de los pájaros convertido en prisión. “Esas ratas”, le dijo, “ahora están encerradas. Ya no pueden salir. Dormí tranquilo. Están en la jaula de rata y no se escapan”. No puede decirse que Juan se convenciera, pero de a poco su cuerpo se fue aflojando, los ojos fijos en los barrotes protectores, y al final se durmió abrazado a ella, con la cabeza sobre sus piernas y balanceados por la acompasada respiración infantil en la que lentamente se extinguió también el dolor que cercaba su propia cabeza.
Ahora la edad había traído el insomnio y a veces, en las noches más largas, miraba desde la cama las figuras que debatían su encierro tras los barrotes frágiles de la jaula. La había llevado a su pieza en alguna navidad pasada y así había inaugurado esa ceremonia de ojos fijos, que conseguían detener los monstruos en aquella prisión hasta el momento en que sus párpados caían, liberando entonces a los demonios que avanzaban, cada parpadeo un paso más, uno más, hacia ella. De un lado estaba el insomnio y del otro los demonios de la jaula: elegía mil veces el insomnio. El mes anterior, su otro hijo había descubierto la jaula en su habitación.
-Ya de vieja me agarró la enfermedad de la lechuza- se justificó ante Quin- no puedo dormir…
Él no había entendido la relación entre la jaula y la falta de sueño. “¿Para qué querés la jaula?”, preguntó Quin, ese hombre práctico, alto, conservador, que consideraba su dedicación a las artes una ocupación femenina, adecuada para una mujer de su edad y de su condición. Era asombroso que hubiera salido de su propia carne. Cuidadoso y atento -sobre todo en los últimos tiempos-, un extraño.
Estaba hecho de otra materia. Jamás se había interesado por los relatos de Sebastiana, por ejemplo, que habían sido para ella una revelación fundamental y que mantenían en vilo a Juan noche tras noche. Ahora que la superaba en edad, Mariela era incapaz de pensar en Sebastiana como una vieja, la que había cuidado a los chicos con las armas de la simulación: sus historias repetidas, una presencia maciza bajo el acecho invisible del cáncer que le comería los huesos, las redondeces y hasta la voz poderosa, que entonces dominaba el arte de transmitir amenazas que resoplaban cerca de sus oídos, temores con peso y tacto. Los efectos del tiempo son asombrosos. Ahora ella era más vieja que Sebastiana, y Sebastiana en cambio se había detenido en el tiempo de sus recuerdos, como Juan, como todos aquellos que se escapan de nuestras vidas. El caso de Quin era diferente, porque él era otro: Quin no había crecido, se había trasmutado, había cambiado de piel sin que ni un gramo de su persona conservara algo cuyo olor, sabor o presencia le hablara en un idioma común. Mariela se masajeó el vientre contemplando la marea leve de una superficie fluctuante: las capas interiores eran masas tectónicas firmes protegidas por el manto de carne blanda que se removía bajo la presión de su palma. Allí mismo se sintetizaban dos grandes misterios: el paso del tiempo, con los seres detenidos en nuestro recuerdo, y el de otra carne que había sido nuestra y ahora era otra vida. Cerró los ojos: los dos misterios confluían en el absurdo de que el mundo siguiera existiendo tras nuestra muerte, sin nuestra presencia. Se tiró sobre la espalda y sonó su vientre como un tambor, intercalando el golpe de una y otra mano.
Como un orfebre, la vieja Sebastiana había perfeccionado algunas narraciones hasta lo magistral y si el cáncer no la había matado -el mundo está tan enfermo que los jóvenes mueren y los viejos resisten- probablemente siguiera en alguna parte contando sobre Caín y Abel, Esaú y el basilisco. Hubiera debido grabarla en esa tarde lluviosa en que ella estaba en la casa esperando, atenta a que el vestido de fiesta rojo no se arrugara, con el peinado alto y el maquillaje esmerado. Le quedaban dos horas para salir, dos horas de pies descalzos y placenteros sobre el pelambre áspero de la alfombra, envuelta en el perfume frutal que iba a desvanecerse paulatinamente pero que en ese momento conservaba todavía la intensidad del cítrico. Tenía hambre pero descartó la posibilidad de comer: las reinas no comen. La voz de Sebastiana avanzaba desde el cuarto de los chicos y Mariela se acercó sin hacer ruido. Hoy no sabe si era la voz, la combinación de las palabras, la cadencia o la atención de Juan, o si todo aquello convergía en una red de bruja que los atrapó para siempre mientras Sebastiana representaba en su cuerpo lo que iba contando, se agazapaba o hacía el gesto de reptar en el lugar. La escuchó desde la puerta sin dejarse ver, sosteniendo también ella ese puente de credulidad y de empatía sobre el que las palabras de Sebastiana saltaban con el ritmo de un animal que avanza a puro nervio, carne y cabellera, y si de a ratos se rezagaba también eso lo hacía con cálculo, midiéndolos de reojo, calibrando la ansiedad de los oyentes. Las historias de Sebastiana le revelaron un error inicial en su concepción del mundo, no había justicia ni reciprocidad, ni siquiera azar, solamente una magia oculta que como la atracción entre los planetas regía la trayectoria de todo lo viviente. Esa misma tarde daría una charla sobre el engaño de Esaú y como siempre la dedicaría a Sebastiana (quién será, doctora en qué. Una vez, un estudiante le hizo la pregunta). En su voz, y después lo había escrito cuántas veces, supo de Caín inocente. Era de los que se resisten a lo arbitrario de la vida y en todo caso, si las ofrendas debían ser lo mejor, y Abel lo era, por qué no entregar lo más bello y lo más amado. ¿No era ésa la exigencia de Dios? ¿Existía alguna ofrenda mejor para dar? Era la verdadera historia de amor, la que no se detiene en razones ni en justicias, la que sabe que una caricia tiene el valor de un mundo, tu lengua, un infierno, que cuanto más extrema es la ofrenda, mayor es su valor. A través de la ranura de la puerta, Mariela solamente alcanzaba a ver la sombra aburrida de Quin sobre el piso y los ojos extasiados de Juan. Las ofrendas y los dones conmueven a los niños. Después Sebastiana les contó la historia del basilisco y mientras bailaban, los niños en la casa antes de ir a la cama, ella en la fiesta, lo recordó e imaginó la casa tranquila y sin ruidos y a Sebastiana masajeándose los pies mientras se dejaba dormir en el sillón. A veces, sentada en la cama y mirando la jaula vacía buscaba las palabras exactas con que Sebastiana describía el cogote del sapo endiablado que se hinchaba y temblaba rítmicamente para hipnotizar a sus víctimas. Sólo los espejos sabían devolverle la ponzoña de su mirada, o las ratas, cuando se deslizaban en su cueva para sorprenderlo, indefenso en la oscuridad, diablo asesino apresado, basilisco desgarrado por las ratas ciegas que perseguían su olor. No eran los mejores cuentos para niños, pero ella no tenía tiempo y Juan y Quin, sobre todo Juan, adoraba los cuentos de Sebastiana. En una navidad, Quin había pedido un circuito de tren y un garaje; Juan dijo que un microscopio y muchos cuentos de Sebastiana. El basilisco, concluía Sebastiana, solo teme a las ratas. ¿Y también a nosotros las ratas pueden lastimarnos?, fue la pregunta de Juan.
Mariela atravesó el aula magna, apenas mayor que un pequeño auditorio de cine. No hablaría de Caín y Abel sino de Jacob y Esaú. La misma historia, en definitiva. La de la arbitrariedad del amor, la de los padres caníbales. Estaban los alumnos de siempre, más los que cursaban uno y dos. Comenzó. El cuadro de N. sintetiza la historia, lleno de detalles y sutilezas. La tela había sido encargada por un rico de Campaña, padre de dos hijos que dudaba sobre el destino de su herencia. A veces una duda era en sí un signo de la alteración de las tradiciones. Normalmente y hasta hacía poco, el primogénito debía recibir todo para evitar la dispersión de las tierras, la parcelación del dominio y la extinción del apellido familiar. Contra lo que se cree, a lo largo de la humanidad hombres y mujeres –dictaminó Mariela- resguardaron más la tierra que la descendencia. El amor filial, el amor de familia es una novedad. Lo mejor que podía pasarle a los hijos segundones era conseguir una vida como clérigo o militar. Pero también las torres altas se derrumban: el poder de la tierra se deshizo, se resecó de la lluvia del dinero, los comerciantes escalaron posiciones y los arados se pudrieron contra los cobertizos, por eso el hombre que encarga la pintura a N. puede preguntarse cómo repartir o entregar la fortuna a sus hijos. El cuadro representa justamente una desviación de las reglas de sucesión, una desviación cuya responsabilidad tradicionalmente se carga sobre la madre y el hijo, los débiles, el poder doméstico contra el de la ley paterna. Pero es muy posible que el hombre que encargó el cuadro a N. le haya pedido algo diferente. Se sabe que Jacob cubre sus hombres con la piel de un cordero para engañar a su padre ciego, que lo confundirá con el favorito. Vean la mano de Isaac palpando sus espaldas, preparado para darle su bendición que corresponde al hermano. Tantea la piel de cordero y lo confunde con Esaú… tolerancia poética: nadie confunde una piel humana con el cuero de un animal ¿Pero Jacob ha hecho mal?, ¿podía elegir otra forma?, ¿debía someterse a la arbitrariedad del padre? Acá aparecen los designios de N., que no era más que el mandadero de su patrón. Veamos la ceguera de Isaac, tan sospechosa… Miren la figura. Hay que mirarla mejor, otra vez, sopesar el brillo de los ojos, la posición de los cuerpos, las relaciones sensibles que establecen entre ellos. Nadie confunde una piel humana con el cuero de un animal, eso es lo importante. La piel es una representación, pero para quién. Por eso, imaginemos que la historia que N. debe pintar es diferente, que Isaac puede ver, es el ciego que puede ver y que sabe que es Jacob quien está hincado a sus pies. O que no puede ver, pero ha montado ese engaño con la ayuda de su esposa. Entonces es Jacob el engañado, el que se cubre de una piel de cordero y cree engañar a su padre. Y también nosotros nos engañamos y confundimos el sentido de la trampa. Entiendan el perfil de Rebeca hacia su esposo, desde el costado, en la entrada de la tienda, la mano suavemente apoyada sobre la lona lóbrega y los ojos entornados, tal vez por vergüenza, porque cumpliendo el mandato de su marido ha convencido a Jacob de suplantar a su hermano. Es una trampa para Jacob que no engaña a Esaú. Está fuera de la tela pero sabe la verdad, expulsado de la tela y expulsado de la herencia, sabe que es su padre quien lo ha traicionado, y la madre y el hermano, después. Entiendan de qué hablo. Por experiencia sabemos que el ojo del espectador es el ojo del amo, de quien ha encargado la tela, del pintor, fuente de la decisión del cuadro y destino de su mensaje. Pero aquí es diferente. Las miradas se refractan hacia el ausente, hacia los ojos de Esaú que sabrá la verdad cuando regrese y encuentre que la bendición ya está dada, con la mano oculta de su padre tras el engaño, que no hubo trampa de Jacob sino cálculo de Isaac. El padre le dirá: ya está hecho, y Esaú acusará: ¿es que no hay bendiciones para mí? ¿Es que no hay bendiciones para mí? ¿No soy acaso, no era acaso el favorito?, gritará. En la primera hilera de asientos, un joven delgadísimo, con grandes anteojos de marco cuadrado, levantó la mano. Esperó que Mariela asintiera para preguntar si ella verdaderamente no veía una culpa en Jacob y si su ropaje de bestia no representaba su naturaleza, su error, estéticamente hablando. El que se traviste de animal. Los alumnos adoran las frases contundentes, pensó Mariela. Travestirse de animal, qué ridiculez. Siempre los hombres son más animales que hombres, saldrían aullando si el mundo no se alzara ante ellos para calzarles un bozal. Miró en la sala: cada joven llevaba un bozal y ella había dejado el suyo sobre el respaldo de la silla, un bozal rojo con su nombre grabado. Se masajeó el cuello y bajo la mandíbula, donde la cinta del bozal le había mordido una cicatriz.
Sin responder, Mariela se distrajo con el marco cuadrado y rojo de los anteojos del que había preguntado, recordó la mirada basilisca de Juan y encontró algo parecido en una expresión y unas palabras que viborearon entre las filas, de oído a oído, desde lo más alto del anfiteatro hasta las hileras cercanas. Las palabras descendieron de boca en boca hasta los anteojos rojos, y cuando llegaron a él, también su cara se transformó, los ojos agrandados y los labios entreabiertos. Siempre era igual, no querían aceptar que el padre fuera cómplice, o no era eso, lo inaceptable era haber sido manipulados por el padre. Cada alumno era Jacob, ninguno Esaú. ¿Por qué ninguno es Esaú? Sometido al efecto inmediato de las palabras cuchicheadas, ahora el búho de anteojos rojos la observaba con ojos compasivos, cerraba los labios y se apuraba a aceptar su explicación. No había querido decir lo que ella posiblemente, tal vez, había entendido. No, no era ese el sentido de su intervención. El bozal le apretaba las mandíbulas y Mariela temió que los anteojos rojos estallaran bajo la presión. Buscó su propio bozal rojo pero no había nada en el respaldo de la silla, tampoco la jaula de rata para encerrar aquella expresión pútrida que se arrastraba por la sala, acechándola desde los rostros que la veían pasar, mordiéndose levemente los labios, mirando hacia el piso.
-Sabés- le pareció escuchar- no puedo oírla sin sentir la piel de gallina. Después de lo que le pasó.
Su favorito fue Quin porque Juan se le parecía y Mariela había repudiado en él sus propias debilidades. Aunque ella solamente se había alejado para no verlas, y él y Quin se peleaban como siempre pelean los hermanos, antes de que se formara esa cortina de indiferencia, algo que no debía doler, no a Quin, posiblemente sí a Juan. Salió al estacionamiento donde el sol le clavó alfileres en los ojos. Después Juan se había ido lejos como si la distancia fuera una condición para respirar. Se puso el saco y pensó en la piel de Esaú. Habían cambiado lo que no puede cambiarse. Ponerse en su piel, estar en su lugar y cubrirse de sus sentidos. Se rozó el brazo con la yema de los dedos, saboreando la piel que se erizaba de percepción. Vivir bajo su piel. Eso tenían en común el lobo de caperucita y Esau: la necesidad de vestirse de otro, echarse sobre los hombros la maldición de vivir otra vida como los criminales de aquella imprecisa, hipotética y célebre tribu africana en que los asesinos punían su crimen viviendo la vida de la víctima. A veces cavaba en su memoria buscando una responsabilidad, de ella o de Quin. Mejor era seguir el rumbo de las asociaciones fortuitas, de las afinidades inopinadas, por qué no, solamente alguien como Quin podía asegurar que eso era más inútil que el desentierro de recuerdos vividos. Así había llegado al cuadro de N, a esa pista, aunque Quin y Juan no pelearan, aunque no hubiera Isaac y ella jamás hubiera vestido de Rebeca. Había probado de cortar el cuadro en pedazos y volver a rearmar la imagen, lo había auscultado con una lupa en busca de detalles, estudiando la textura de la piel de la tienda, la mano de Rebeca, el gesto del que recibe la bendición. Una tarde había roto la reproducción, después había mezclado los recortes con salsa, los había espolvoreado con queso rallado y había comido los trozos de papel que se deslizaron escurriendo en su garganta el sabor acre de la tinta. Un pedazo se le pegó en el paladar, rascando con una arcada lo había extraído deslizando el dedo mayor y después había estirado el papel sobre la mesada y solamente para comprobar que la imagen de ese trozo irregular se había borrado. Buscó su coche a lo largo de la hilera de carrocerías de colores, volvió por el lado de enfrente y recién en el final de ese segundo recorrido lo reconoció junto a la casilla de vigilancia, apartado de los otros. Encendió el motor; manejar la tranquilizaba, no importaba el tránsito, era siempre un desorden previsible, con dos sentidos y algunas curvas. Hubiera deseado la capacidad de Sebastiana, su voz dúctil, la historia del basilisco, hasta la historia de Abel era más fácil, había malentendido pero sin engaño ni conspiración. Abrió la ventanilla, aceleró un poco y relajó los párpados, entonces la cara del muchacho que había hecho la pregunta en el auditorio saltó al parabrisas y ella frenó a fondo con la pierna derecha y todo su cuerpo saltó hacia delante, lanzada hacia el Duna blanco que en ese momento indicaba que iba a girar hacia la derecha. Había quedado volcada sobre el volante lastimándose los pechos. Cambió la marcha, aflojó la pierna y se apoyó en la bocina hasta que el otro auto estuvo tan lejos que fue una pastilla pálida en el asfalto. Volvió a arrancar. El sol pegaba a pleno en la ruta vacía y creaba un carril dorado que se deshacía en el aire a medida que ella se zambullía en él, en una carrera que estaba destinada a perder.
Con la cartera colgando del hombro se sentó en el borde de la cama y observó la jaula de rata y el contestador titilante. Las casas vacías son terribles hogares de fantasmas. Escuchó los mensajes: uno era de Quin, si quería pasar navidad con ellos, que estaba invitada, que no se quedara sola. No había mensaje de Juan, por supuesto que no lo habría. Miró la jaula y fue hasta la cómoda, abrió un cajón tras otro hasta que encontró el crespón negro que buscaba, aquel con que había tapado su rostro. Lo ajustó sobre las varillas de la jaula y desde el otro lado, aunque escaparan a su mirada, los demonios aullaban, y aullaron hasta el amanecer.
Acerca de Betina Keizman:
Es escritora, traductora y crítica literaria. Se licenció en Letras en la Universidadde Buenos Aires y ha realizado estudios de doctorado en la Universidad Nacional Autónomade México. Colaboró con periódicos y revistas literarias de Argentina, Uruguay y México. En 1997 se publicó su nouvelle El secreto de Marlene Rochell (Ed. Colihue, Buenos Aires). En 1998 fue finalista del concurso de cuentos “Haroldo Conti” y en 1999 se publicó su libro de cuentos Zaira y el profesor (Ed. Beatriz Viterbo, Buenos Aires) que recibió el subsidio de la Fundación Antorchas a la creación artística-cuento. Es co-autora de El minotauro y la sirena (libro de entrevistas-ensayos con nuevos narradores mexicanos), de El misterio de Arquímedes en editorial Alfaguara Infantil, México y de El museo de los niños en Ediciones Progreso, México. Ha traducido del francés, entre otros, Por dónde empieza el cuerpo humano de P. Fédida (Ed. Siglo XXI), Haití. Acuérdate de 1804 de Jean Casimir (Ed Siglo XXI) y Albucius de Pascal Quignard (Ed Cuenco de Plata).